La salud sin insumos ni humanidad


. La vida y la forma de vivirla cambian cuando la posibilidad de morir camina a tu lado

Corría el año 2012 y la vida de Vanessa Roca parecía, por fin, haber encontrado su camino. Después de tres años de haber obtenido el título de ingeniero industrial, finalmente tenía un empleo estable en el área de seguridad industrial de una constructora en Maracay.

Con poco dinero se trasladó desde Maturín, donde vivía con su mamá, hacia el estado Aragua. Vivió un mes en una habitación improvisada que le ofreció el ingeniero que la había recomendado en la empresa. Luego, con la ayuda económica de su madre, logró rentar una habitación en Palo Negro, zona que estaba muy cerca del su sitio de trabajo.

No era el empleo soñado, tampoco la locación ideal, pero era lo que tenía y Vanessa, siempre positiva, quería pensar que esta experiencia le serviría de trampolín para algo mejor. Otra cosa buena de vivir en Maracay era que estaba más cerca de su única hija que estudiaba en Caracas. Los fines de semana serían ideales para pasarlos juntas, como antes.

Cuando visitaba a su hija los fines de semana, se quedaba en Los Teques con  Simón, su único hermano, quien rentaba un apartamento junto con su esposa y sus dos hijos. La relación entre hermanos no era mala, pero noeran unidos. Desde la separación de la familia en 1999, nada volvió a ser igual.

En2013, Vanessa se había independizado económicamente. Múltiples problemas con los obreros que trabajaban en la construcción la habían hecho meditar sobre la posibilidad de cambiar pronto de empleo. Al final, todo cambio que la ayudara a mejorar sería bien recibido. Sin embargo, algo empezó a ocurrirle. No se sentía tan bien como antes.

Años atrás, en una de sus consultas ginecológicas anuales, el médico le había dicho que tenía un mioma uterino, formación bastante común en las mujeres. Tomó píldoras anticonceptivas por recomendación del galeno y después las suspendióporque se sentía mejor. De todas maneras, el mioma  nunca le había molestado. Sus menstruaciones eran dramáticas, pero esta vez era diferente: sangraba demasiado y su duración se había extendido.

Después de casi dos semanas sangrando, Vanessa se desmayó en su baño. Se golpeó la frente con el brocal de la ducha yal recuperar la conciencia se percató de que le quedaría una cicatriz, pues la herida era grande y emanaba mucha sangre. Algo no estaba bien.

Le comentó sobre el incidente a una compañera de trabajo. Ella le recomendó que pidiera una cita con “el mejor ginecólogo de Maracay”: Hugo Eliseo Celis. Era costoso, pero valía la pena; además, esto podía ser considerado una emergencia que ameritaba tocar los ahorros.

Vanessa andaba en sus 40 y las hormonas anunciaban la menopausia. El galenole mencionó la posibilidad de operarla para extraerle el mioma que tenía desde hacía muchos años y le dijo que después de la cirugía hasta podría quedar embarazada. En ese tiempo, con sangrado y dolor constante, Celis le diagnosticó un mioma abortado. Entonces propuso una operación para extraerlo y listo.

La citología salió bien, como todas las de años anteriores. El malestar, entonces, no era mal de morirse, pero para someterse a la cirugía, Vanessa necesitaba el informe médico que certificara el diagnóstico y enviarlo a la compañía de seguros, pero el especialista le exigió que pidiese una nueva cita y pagara la consulta para poder tenerlo. No lo hizo.

Vanessa decidió tomar la opción de consultar a otro médico, pues el tratamiento que Celis le había recomendado no le estaba surtiendo efecto. El 17 de mayo de 2013 tenía pautada una cita con Ricardo Gómez Betancourt, gineco-obstetra del Centro Médico de Caracas en San Bernardino. Llegó a tiempo, con esperanzas de encontrar un tratamiento que le resultara efectivo y poder, finalmente, salir de esa tortura médica para continuar trabajando y produciendo. Vanessa no sabía que ese día su vida cambiaría drásticamente.

Gómez fue claro: era cáncer. Nadie quiere escuchar esa palabra saliendo de la boca de un médico. Vanessa se derrumbó. Su mundo caía a pedazos frente a ella. Nada se veía igual. Nada sería igual. La batalla por la vida comenzaba.

El fatídico diagnóstico no podía confirmarse sin una biopsia del tejido, pero el sangrado no permitía hacerla sin riesgo en el consultorio, así que decidió realizar un informe médico para ingresar a su paciente al quirófano. El médico describió el presunto mioma como una “masa exofítica cervical sangrante al contacto”. Le realizó un eco transvaginal, pero la gran masa no permitió que los ovarios se vieran.

“La paciente requiere atención de emergencia”, señaló en el informe médico; sin embargo, al día siguiente tampoco pudo ser atendida en el Centro Médico porque Seguros Caracas no pudo procesar la clave, indispensable para la admisión hospitalaria, pues la empresa donde trabajaba no  la había incluido en su lista de asegurados sino seis meses después de su ingreso, y ese era el tiempo necesario para que el seguro pudiese empezar a procesar el pago de una cirugía.

El presupuesto del Centro Médico incluía los honorarios profesionales de Gómez, dos ayudantes, dos unidades de sangre, laboratorio y evaluación preoperatoria, además de la hospitalización por un día. El monto rozaba los 80 mil bolívares, suma prácticamente inalcanzable para Vanessa que, como profesional, apenas ganaba 5 mil bolívares mensuales.

El problema monetario le preocupaba a Gómez, pues sabía que de ser ese tejido un tumor cancerígeno, debía recibir tratamiento médico inmediato y los retrasos en la medicación atentaban contra su vida. Recomendó entonces que acudiera a la consulta con un colega que trabajaba en la Policlínica Méndez Gimón, también en Caracas. El ginecólogo le había firmado un reposo por un mes a Vanessa.

Las instrucciones para el galeno Jorge Bahachille eran puntuales: realizar una biopsia del tejido necrótico, es decir, de la parte dañada de la masa que le había diagnosticado a Vanessa. Esa zona era clave para el diagnóstico, pues  producía un dolor desagradable, posiblemente signo de infección.

Bahachille tomó muestras de tejido sano porque consideró que no era necesario romper en el tejido necrótico, según le comentó a Vanessa después. Ella temía pagar por una biopsia que no arrojara información valiosa para la evaluación que necesitaba, así que llamó a Gómez, quien le dijo que lo correcto era tomar la biopsia del tejido dañado para que el análisis patológico fuese acertado, pero que no estaba demás estudiar el resto del tejido.

El resultado era predecible: “No hay evidencia de malignidad en el material disponible”. Por segunda vez en dos meses, la prueba salía limpia. Vanessa no confiaba. Viajó a Maturín para estar con su mamá, quien había forjado buenas amistades tras pasar 10 años como asesor legal del antiguo Instituto Nacional de la vivienda (Inavi) y conocía a una persona en el hospital central de Maturín. Cualquiera de ellospodría ayudarla.

Antes de aventurarse en la red pública de Salud, Vanessa decidió consultar con Francisco Fernández Leite, ginecólogo y obstetra del Centro Médico de Maturín. Luego del chequeo, el doctor Fernández le redactó un informe a mano que decía que tenía una fibromatosis uterina con lesión exofítica y necrosis linfocitaria, es decir, el mioma con tejido dañado estaba fuera de lugar. “Amerita histerectomía total y traqueoloplastía”, finalizó en el informe.

Meses atrás, Vanessa soñaba con tener una casa, vivir nuevamente con su hija, tener un carro… Ahora solo pensaba, soñaba, suplicaba y rezaba por una cosa: no tener cáncer. La vida y la forma de vivirla cambian cuando la posibilidad de morir camina a tu lado; sin embargo, las esperanzas de Vanessa eran grandes y estaban apoyadas en estadísticas hereditarias que su mente había construido para facilitarle el proceso. Si nadie de su familia había tenido cáncer, pues ella tampoco. Seguramente sería un mioma abortado. Era eso, estaba segura.

Diagnóstico adverso en medio del caos

Se llamaba Cándida, Cándida de Sousa. Era amiga de la amiga de Wuillerma, la madre de Vanessa. Ginecóloga, otra más que hurgaría en el cuerpo ya cansado de Vanessa para diagnosticar, otra vez, algo que nadie quería escuchar.

De Sousa tuvo suerte y pudo tomar tejido suficiente para una nueva biopsia. Ya el sangrado había se había detenido; ahora Vanessa tenía un líquido con olor fuerte, producto de la infección causada por el presunto mioma con tejido necrótico. Cándida fue clara y le dijo: “Vanessa, esto es cáncer de cuello uterino. Parece avanzado. Estoy cansada de ver casos como el tuyo aquí”.

Dos semanas tardó el resultado de la biopsia. Vanessa ya se hacía la idea, pero una pequeña luz la ataba a la posibilidad de un error. Su hija la acompañó a buscar el resultado. El laboratorio estaba ubicado al frente del hospital de Maturín. La escasez de todo imposibilitaba que la prueba se realizara en el laboratorio del propio nosocomio, así que pagar era la única opción.

El 16 de julio de 2013 Vanessa subía los dos pisos para llegar al laboratorio. Eternos. Pisos para reflexionar. No pudo verlo. Su hija abrió la prueba y sí, finalmente tenía un diagnóstico: Carcinoma invasivo de células escamosas. Nunca lo olvidaría.

Debajo del terrible diagnóstico leyó algo que tomaría como soporte para el largo camino que le esperaba: “Siempre existe una solución para cualquier problema, por más complejo y difícil que nos parezca. ¡Sé fuerte! ¡Ten coraje! No te dejes vencer por la adversidad, la enfermedad y el dolor”.

En casa, Vanessa lloró. Siempre había sido positiva, pero ¿cómo sonreír cuando ves que puedes morir? Su mamá lloró también porque las estadísticas les habían fallado y esas nunca fallan. La hija no lloró. Ella sabía que este no era el momento para llorar. Había un problema y necesitaba solución. Era hora de hacer lo imposible en un país donde apenas se vislumbraban los halos de una crisis.

El cáncer no solo afecta al paciente, sino también a sus familiares. La familia apoya y resuelve, se une para ayudar al enfermo. Cándida inició el levantamiento de información y movió los contactos dentro del recinto hospitalario para que Vanessa lograra tener todos los exámenes que le pedirían para comenzar un tratamiento. El problema era dónde.

De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística (INE), el estado Monagas cuenta con una población de 998.024 habitantes y el hospital central de Maturín, a donde acuden casos clínicos de distintas partes del estado, no cuenta con un servicio de oncología. Esto significa que los pacientes que son diagnosticados con cáncer en la entidad no pueden ser tratados allí. ¿Adónde van? Cándida conocía dos opciones: la primera, el Hospital Universitario Doctor Luis Razetti en Barcelona, estado Anzoátegui. Esto significa que un paciente que vive en Maturín debe recorrer 205 kilómetros para realizarse el tratamiento oncológico. Un largo recorrido.

La segunda opción que le aportó fue Ciudad Bolívar, en el estado Bolívar, donde se encuentra la Unidad de Radioterapia del Complejo Hospitalario Ruiz y Páez. Eso significaba recorrer 289 kilómetros. Eso sin contar, por supuesto, el desgaste físico que es aún mayor en un paciente enfermo.

Antes de comenzar la travesía hospitalaria, se requerían varios exámenes para ser referida al especialista. Una resonancia magnética de abdomen con contraste era fundamental para determinar las dimensiones del carcinoma y si los órganos adyacentes estaban comprometidos. Pero ese examen no podía realizarse en el hospital porque no contaba con el equipo.

Mientras buscaban un lugar con el servicio, Vanessa se realizó en el hospital una endoscopia digestiva inferior y una citoscopia. No fue fácil conseguir la resonancia. Finalmente, encontró un lugar donde podrían hacérsela. Costaba 3.000 bolívares, un golpe al bolsillo en el año 2013.

El 21 de agosto los resultados de la resonancia magnética estaban listos: la lesión afectaba el cuello uterino y estaba invadiendo la pared posterior de la vagina. Presionaba la vejiga, pero no la afectaba. Medía 85mm x 99mm x 76mm. El útero estaba deforme por los múltiples miomas. El recto se encontraba sano. Con todas las pruebas listas, el diagnóstico del informe de referencia para el centro oncológico fue: cáncer de cuello uterino estadio II A.

Sí, tenía cáncer, pero no era momento de amilanarse. Todo lo vivido había sido un preámbulo, pues la batalla estaba por empezar.

El siguiente paso era conseguir un oncólogo que le dijera qué hacer. Vanessa consideró la opción de ver a uno en Maturín que le diera directrices sobre el tratamiento. Por recomendación de un tío paterno, pidió una cita con el oncólogo Javier Rivas Álvarez y el resultado dejó a la familia anonadada: el galeno dijo que su cáncer estaba muy avanzado y que él solo atendía a pacientes en estadio in situ. “¿Qué viene a hacer usted aquí, señora? Yo ni siquiera la voy a revisar”. Y, por supuesto, le cobró.

Un sistema que agoniza

¿Qué haces después de que confirmas que tienes cáncer? Buscar cómo curarte. En Venezuela esto no es fácil. Vanessa se enfermó en un momento trágico, pues entre 10% y 15%de los pacientes oncológicos que requerían radioterapia fallecían mientras esperaban su sesión. El año 2013 fue complicado para la salud en el país, especialmente para los pacientes con estas patologías. Los equipos de radioterapia se dañaban por falta de mantenimiento, mientras los pacientes migraban de un centro hospitalario a otro.

Las opciones de Cándida no eran viables. Los servicios oncológicos de Barcelona y Ciudad Bolívar no estaban funcionando, y los pacientes llegaban a loshospitales de Caracas en busca de tratamiento. Vanessa decidió emprender la cruzada hasta la capital, pues era más viable que buscar un cupo en el oriente del país. Por lo menos allá tenía familia.

Y así decidió irse a Caracas. Se quedó temporalmente en la casa de una amiga de bachillerato que vivía en Los Símbolos. Su hija vivía en la avenida San Martín y su hermano en Los Teques. Mientras conseguía un lugar donde tratarse, la casa de su amiga era una opción.

El peregrinaje por la vida comenzó en el Hospital Oncológico Padre Machado, por recomendación del doctor Gómez. Él no pudo recomendarle a ningún oncólogo, porque todos los que conocía ya se habían ido del país.

En agosto fue su primera cita en el área de triaje, el primer paso antes del especialista. El Padre Machado está ubicado en El Cementerio, así que la estadía en Los Símbolos le sentaba bien. Revisaron sus exámenes, le hicieron un chequeo general para comprobar el diagnóstico. El siguiente médico en revisarla debía ser ginecólogo y oncólogo. Esta cita tardaría mucho más tiempo.

Septiembre de2013 fue un mes complicado. Para comenzar el tratamiento en cualquier hospital, era necesario repetir todos los exámenes para confirmar el diagnóstico. Eso sumaba una enorme cantidad de tiempo, y Vanessa sabía que el cáncer no iba a esperar para seguir tomando su organismo.

El 18 de octubre de 2013 Vanessa, por fin, se vio con un oncólogo serio en el Padre Machado. Heribert Sáez cambió la estadificación: era cáncer de cuello uterino en estadio III B. Eso significaba mayor peligro y ameritaba atención médica urgente. Si no comenzaba su tratamiento antes de diciembre, Vanessa moriría.

Sáez emitió dos órdenes: una para quimioterapia y otra para radioterapia. La primera, dijo, se conseguía sin problemas en el Padre Machado; sin embargo, el otro tratamiento era un poco más complicado. Vanessa y su hija bajaron al sótano, lugar donde se realizan los tratamientos de medicina nuclear, y la respuesta de la secretaria cortó todo hilo de esperanza: no hay más cupos para radioterapia este año. Y si quiere asegurar un cupo para el año que viene, el paciente debe venir después del 24 de diciembre. No importaba cuán urgente era el caso, no importaba qué hubiese dicho el galeno: no se podían atender tantos pacientes.

Vanessa y su hija partieron a buscar un lugar donde pudiese realizarse la radioterapia que, según el doctor Sáez, era fundamental. La primera parada fue en el HCU, un nosocomio enorme y de paredes carcomidas. En ruinas. Una muestra obscena de la decadencia del sistema de Salud venezolano.

En la puerta que separa la unidad de medicina nuclear de la sala de espera del  HCU  había un papel pegado en el vidrio que dividía a los pacientes oncológicos según el centro que los remitía y sus estados. Por ejemplo, si una persona con cáncer venía del hospital de los Magallanes de Catia, su enfermedad sería tratada en el  HCU, pero si venía de Falcón, recibiría atención médica en el Padre Machado.

El problema era que Vanessa era paciente del Padre Machado y este tenía servicio de radioterapia, solo que no se daba abasto. Pero la unidad del  HCU  tampoco, así que no podían permitirse recibir pacientes de otros centros de salud que también tuviesen medicina nuclear. La única manera de ser atendida ahí era que fuese paciente en ese momento. Para lograrlo debían repetir todos los exámenes de evaluación y eso era imposible.

El plan B era el hospital Domingo Luciani de El Llanito. Este hospital está adscrito al IVSS y tiene un edificio para el tratamiento de patologías oncológicas; sin embargo, en octubre de 2013era un gran elefante blanco, pues no había oncólogos que determinaran los tratamientos. Dos semanas después, el equipo de radioterapia se dañó. Una enfermera dijo: “Estamos dando citas para marzo del año que viene (2014) porque no sabemos cuándo este equipo vaya a ser reparado. Nosotros sabemos que esos pacientes que quedan pendientes estarán muertos si esperan por ese equipo”.

La muerte no es el único temor. En el Luciani, una joven de 20 años miraba fijamente a la pared. Su abuelo tenía cáncer de próstata en etapa inicial. Su tratamiento de quimioterapia había sido recetado en pastillas y solo necesitaba pocas sesiones de radioterapia para sanar. Eso no era posible porque el equipo no estaba operativo.  Un paciente con cáncer en estadio in situ  tiene grandes posibilidades de salvarse, pero, en 2013, eso era una lotería.

Vanessa y su hija tachaban centros de salud de su lista: Este no tiene oncología, este no tiene quimio ni radio, este no tiene oncólogos, a este se le dañaron los equipos. Desalentadas, compartían sus experiencias con los amigos más cercanos ¿Tratamiento en una clínica sin seguro? Era imposible de pagar ¿Qué haces, entonces, cuando quieres seguir viviendo?

En una de esas charlas con los amigos de Catia, salió a relucir una persona conocida que trabajaba enla Cantv y les había mencionado una fundación que financiaba tratamientos médicos. Todos se movieron, buscaron información, requisitos y un día, después de tanto, Vanessa logró entregar sus papeles y se comunicó con el oncólogo Emilio Álvarez, un médico con su consultorio en la Torre Mayo, muy cerca del Centro Médico de San Bernardino y adscrito a esa clínica.

La Fundación que funciona en la sede principal de la Cantv se encarga de financiar tratamientos médicos. Para lograrlo, el paciente debe enviar una carta al presidente de la empresa y adjuntar constancia de residencia expedida por el Consejo Comunal, copia de la cédula de identidad y el informe médico que comprueba la patología.

En su primera consulta ya Vanessa tenía una serie de papeles, requisitos, fórmulas y miedos. No puedes comer tal cosa, debes comer mucho de esto. Tómate tantas pastillas antes, tantas pastillas después… Perdía la cuenta de cuántas píldoras debía tragar.

Recibía sesiones de quimioterapia cada semana en la Torre Mayo. Todos los viernes debía realizarse un examen de sangre para medir la hemoglobina. Si bajaba de 11, la quimioterapia no podía realizarse. Los lunes se sentaba en su poltrona de cuero a ver televisión con otros pacientes. Después, tomaba un bus hasta el Instituto Diagnóstico, donde pasaba toda la tarde esperando sus 10 minutos de radioterapia.

La sala de espera del Instituto Diagnóstico siempre estaba llena. Gente de varias regiones del país era atendida ahí. Era más económico que otros lugares y tenían convenios con un mayor número de compañías de seguros. Vanessa conoció andinos, margariteños, caraqueños… En ese montón de asientos se encontraban representaciones de distintas partes del país.

Hizo su primer amigo en la sala de espera. Era joven. Tendría 30 años, si acaso. Este merideño un día empezó a tener dificultades para caminar, le dolía una rodilla; el dolor aumentó y decidió ir al médico. Era cáncer. La semana siguiente se enteró de que su esposa estaba embarazada por primera vez y no le quedó duda: era hora de amarrarse las trenzas y correr por la vida.

Después de Navidad, el equipo de radioterapia del Instituto Diagnóstico falló. Las esperanzas se iban difuminando esa tarde para los pacientes que tenían cita. Afortunadamente, la clínica tenía un reemplazo para la pieza que dejó de funcionar y todos, pacientes y personal médico, respiraron aliviados.

El año 2014 recibió a una Vanessa con cabello, pero sin apetito. Había perdido ya 20 kilos desde que empezó a sentirse mal. Durante el mes de enero, Ana Luisa, especialista del Instituto Diagnóstico, le dio una orden para que se hiciera unas sesiones de braquiterapias en el Hospital Universitario de Caracas, donde ella también trabajaba.

La braquiterapia es una irradiación dentro del cuerpo. En el particular caso de Vanessa, consistía en introducirle en el cuello uterino piezas cargadas de radiación para ayudar a la reducción del tumor. Solo se le pudo hacer una porque, después de 7 sesiones de quimioterapias y 40 de radioterapia, el tumor aún no cedía.

Se mantenía positiva, a pesar de todo. Se rio cuando la llamaron del Ministerio de Salud para preguntarle si aún quería recibir su tratamiento oncológico, pues ella estaba en una lista de pacientes que aún no eran atendidos. Si hubiese esperado cuatro meses sin tratamiento, no habría llegado al Día de Reyes.

El doctor Álvarez pidió reunirse con ella y un miembro de su familia. Su mamá la acompañó porque su hija estaba trabajando. El galeno fue claro: el tumor no ha cedido y hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos. Vanessa tenía dos opciones: una era irse a casa y pasar sus últimos meses de vida en compañía de sus seres queridos y en tranquilidad. Y la otra optar por sesiones de quimioterapias paliativas, más fuertes, cada 21 días por 6 meses.

Eligió seguir. Desde que confirmaron su diagnóstico, tirar la toalla no estaba dentro del panorama. Además, nadie dijo que sería fácil. A mediados de abril de 2014 tuvo su primera quimioterapia de ciclo 21. Tuvo el mes de febrero para descansar del tratamiento y en marzo estuvo lidiando con la hemoglobina baja. Cuando finalmente subió, llegó su sábado de tratamiento.

Esta vez sí se quedó sin cabello y no le importó. Se fue  a una peluquería con su hija, pero la estilista no quiso raparla. Vanessa se fue a Maturín unos días, y un amigo de la familia lo hizo. Se fotografiaba siempre con una sonrisa, la sonrisa de alguien que se aferra a la vida.

Se sentía cada vez más débil. Día tras día estaba menos segura andando sola en la calle. Su hija se preocupó porque ella no podía acompañarla, pues su horario de trabajo no se lo permitía. Su mamá se vino a cuidarla y acompañarla. Solo serían dos semanas, pero terminó quedándose un mes.

Su salud se deterioraba día tras día, pero su fe seguía intacta. Los domingos iba con su hija al parque Francisco de Miranda para la sesión de risoterapia. Vanessa se cargaba de energía tras cada sesión. El 25 de mayo de 2014 fue especial porque su mamá se unió a las rutinas de domingo. Vanessa comió, disfrutó del sol, sonrió. Se sentía débil, pero feliz y amada por su familia.

Pensaba que necesitaba ser hospitalizada para que su  familia estuviese más tranquila, pero su hija le replicaba que internarse era, básicamente, echarse a morir. Sin planearlo, el 27 de mayo Vanessa terminó hospitalizada en el hospital Oncológico Luis Razetti, ubicado en Cotiza. Tenía un fuerte dolor de cabeza que no se calmaba con nada.

Era paciente del Luis Razetti, pero solo de la parte psicológica, pues se realizaba su tratamiento en el Centro Médico. El hospital está especializado en el área oncológica, pero tiene pocopersonal y material médico.

La emergencia está ubicada en el piso 1, atravesando unos pasillos llenos de personas que esperan atención médica. La limpieza del hospital deja mucho que desear: bolsas de desechos tóxicos pasan días en el pasillo, mientras se desprende un líquido rosa, como una mezcla de sangre con algún líquido transparente; el personal de mantenimiento nodispone de cloro para la limpieza del lugar. Agua y jabón, con suerte, desinfectante.

Los baños de Emergencia eran dignos de una película de terror. Uno estaba clausurado, así que todos, tanto pacientes como familiares, sin distingo de género, utilizaban un baño sin puertas ni agua y con un gran contenedor de agua que debía ser administrado con cautela, pues nunca se sabía cuándo volvería a llenarse.  El vital líquido pasaba por un tubo de plástico y caía directamente en el recipiente. Rudimentario, pero efectivo.

El suelo del baño estaba lleno de cartones, utilizados como alfombras. Los familiares llevaban su propio recipiente con cloro para desinfectar cuando alguno de los pacientes quería levantarse al baño. ¿Ducharse? Era más bien un lujo.

Vanessa quedó internada porque su hemoglobina estaba en 7, muy bajo para andar tan tranquila como ella estaba. El dolor de cabeza inicial estaba siendo tratado. Simón, su hermano, le llevó sábanas y cobijas, pues el hospital no teníanada de eso.

Cuando ya se estaba hablando de darle de alta, una complicación con los riñones preocupó a Guillermo Acevedo, quien la atendía como médico de emergencia. Estaba reteniendo líquido. Le colocaron una sonda, pero la cantidad de orina era mínima para los líquidos que consumía.

Durante su estancia en el hospital, cerraron dos salas “altamente contaminadas”. Mudaban a los pacientes de una sala a otra, donde hubiese espacio. El mismo martes en la tarde llegó una paciente que no podía respirar bien. Esa noche murió.

Cuando un paciente muere, los familiares deben salirse de la sala para que el galeno de turno levante los datos necesarios. En ese ínterin, se llevaron la cartera de la mamá de Vanessa. Nunca se supo quién fue, pues nadie vio nada.

Acevedo pedía medicamentos e insumos médicos para atenderla. Necesitaba un catéter venoso central con tres vías. Costaba 1.200 bolívares en 2013 y la familia no tenía el dinero; sin embargo, un familiar de un paciente que había fallecido tenía uno y se lo regaló. Los familiares se apoyan entre ellos porque se ven todos en la misma precaria situación. En la sala de Emergencia no hay tintes políticos ni estratos sociales que valgan.

En su tercer día, Vanessa ya no podía ni hablar. Tenía la garganta seca, pues le era imposible consumir líquidos. Su abdomen se había quintuplicado por la retención. Acevedo pidió una placa torácica, pero eran las 4 de la tarde del viernes y ese departamento estaba cerrado hasta el lunes. En el Razetti no se hacían placas de emergencia, ni tenían material para imprimirlas, así que el paciente o algún familiar debía tomarle una fotografía con un celular para que el galeno pudiese revisarla. Tampoco podía guardarse en un CD, pues no había computadoras para verla.

Vanessa tenía las muñecas moradas de tantos pinchazos. Una de las vías que le tomaron aún sangraba, pero la enfermera no estaba muy motivada a detener el sangrado. Su hija lo hizo por recomendación de una familiar de otro paciente. “Aquí yo he aprendido a hacer de todo, porque si es por las enfermeras, uno se seca esperando y el paciente se muere”.

“¿Acaso sientes que ya no puedes más?”

El sábado fue el peor día. Vanessa necesitaba oxígeno para respirar bien. Sus pulmones estaban llenos de líquido. Ya no podía hablar y su mamá se desesperaba porque no podía entenderla. Sin embargo, se comunicaba muy bien con su hija. Era cuestión de miradas y de movimientos de cabeza para entender.

            No soportaba la liga que unía la mascarilla a su cabeza. Le dolía y no entendían por qué. Su hija estuvo toda la tarde y parte de la madrugada con un abanico. Así Vanessa respiraba mejor y estaba más tranquila. En la tarde conversaron:

˗ Pero mamá, ¿acaso sientes que ya no puedes más?

Vanessa asintió

˗Si no puedes más, está bien. No me voy a molestar. Hicimos hasta lo imposible, pero está bien. Lo importante es que sepas que te seguiremos amando, infinitamente. Yo te amaré infinitamente.

Y así fue. Efectivamente, Vanessa no podía más. Después de eso, se deterioró aún más. En la madrugada del domingo, su hija buscó a una enfermera para que consiguiera al  médico de guardia, pero la enfermera espetó: “El doctor está abajo y no va a subir”. Punto. Fin de la conversación.

En el segundo intento, la mamá de Vanessa buscó a otra enfermera para que la viera, solo verla, porque ella pensaba que estaba agonizando. Consiguió a una de las dos que estaban de guardia y la vio. Le dijo que solo estaba cansada y que no estaba agonizando. Cerró la puerta de Enfermería y no la vieron más.

Llegó el domingo primero de junio de 2014 y ya Vanessa no tenía fuerzas para sostenerse. Su mirada parecía perdida. Acevedo le palpabaen el abdomen, cerca del hígado, una masa grande. No quiso dar un diagnóstico puntual hasta que le repitieran la resonancia magnética a doble contraste que costaba casi 6 mil bolívares y que, por supuesto, tampoco hacían allí. Gracias a sus amigos y familiares, Vanessa tenía una cita para el 3 de junio en la mañana.

El doctor Acevedo tenía una sospecha con respecto al líquido retenido en el organismo, por eso ordenó una prueba de sangre para medir la cantidad de amoníaco — una sustancia presente en la orina— en el torrente sanguíneo. Esa prueba, por supuesto, tampoco la hacían en el Razetti.

Como Vanessa no podía trasladarse, su hija debía llevar las muestras de sangre hasta la clínica La Arboleda en un recipiente con tapa verde. El responsable del laboratorio del hospital debía tomar las muestras de sangre, pero no tenía tapa verde, así que las envió en un recipiente con tapa morada. En la clínica no aceptaron la muestra, pero le dieron a la hija de Vanessa dos recipientes con tapa verde para que los trajera sin problemas.

En Hematología, el responsable de guardia dijo: “Yo te dije que preguntaras primero porque yo no iba a trabajar doble. A esa paciente es muy difícil tomarle la vía. Dile a un enfermero que te haga el favor. Yo no voy a subir”, acto seguido le arrojó los materiales necesarios para tomar la muestra. Al final tuvo que subir, de muy mala gana, a hacer su trabajo porque la especialista de guardia lo presionó. Su incomodidad, aparentemente, era porque estaba tomando una muestra que no sería analizada en ese hospital.

Eran las 8 de la noche del primero de junio y ya Acevedo tenía el examen de sangre en sus manos. Los valores estaban exageradamente alterados. Demasiado amoníaco corría por el cuerpo de Vanessa. El deceso parecía inminente.

Ese primero de junio de 2014 a las 10 de la noche, Vanessa dejó de respirar. Unas semanas después, la Emergencia del Hospital Oncológico Luis Razetti cerró por una presunta remodelación; sin embargo, 8 meses después se mantenía clausurada por falta de insumos.

En su certificado de defunción, Acevedo escribió que tenía cáncer de cuello uterino con metástasis hepática; sin embargo, esto lo supieron los familiares cuando leyeron el documento porque nunca se les dijo.

La gran cantidad de amoníaco que captó el análisis de sangre develó que Vanessa sufría de encefalopatía hepática aguda, un trastorno que se produce cuando el hígado ya no puede transformar las toxinas. Esta patología genera pérdida de las funciones cerebrales en los pacientes.

Vanessa, finalmente, descansó. Batalló contra una enfermedad terrible, nunca se amilanó, nunca se le vio abatida. Nunca supo que la peor escasez no era la de medicamentos e insumos, sino la de calidad humana y esa escasez no se repara con inyección de divisas.

 

El cáncer: un enemigo silente


Según la OMS, el cáncer es “un proceso de crecimiento y diseminación incontrolados de células”. Foto Oncosalud.

De acuerdo con el portal web de la Organización Mundial de la Salud, el cáncer es “un proceso de crecimiento  y diseminación incontrolados de células”. Estas células pueden aparecer en cualquier parte del cuerpo sin importar la edad del paciente. El Instituto Nacional de Cáncer de Estados Unidos señaló en su sitio web que los tumores cancerosos “son malignos, lo que significa que se pueden extender a los tejidos cercanos, o los pueden invadir”.

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