Mal escrito, mal pensado – Rigoberto Lanz


Mal escrito, mal pensado. Rigoberto Lanz. El Nacional. 11-01-2009

Hace algún tiempo me propuse una suerte de terapia intelectual en el Cispost, procurando una conversación libre y abierta con escritores que pudieran contar su experiencia frente a los misterios de la escritura. Por detrás había un problema: demasiados colegas -jóvenes y menos jóvenes- confrontando la rara patología de no poder escribir una tesis (síndrome TMT). Gente inteligente, con una formación intelectual de primera, aguerridos discutidores en cualquier foro público, pero con grandes dificultades a la hora de escribir. Invitamos a muchos amigos pensadores con trayectoria visible en el terreno de la producción intelectual. La pregunta a todos era la misma: ¿Cómo lo haces? ¿Cómo fluyen las ideas hasta plasmarse en escritura? ¿Cómo se da esa conexión entre lo pensado y lo escrito, entre lo que se investiga y lo que se traduce escrituralmente?

El amigo José Balza fue uno de los escritores que aceptó este conversatorio y, como pueden imaginar, la experiencia fue magnífica. Me interesaba que los amigos que padecen este síndrome estuviesen allí para compartir; sin la pretensión de una «cura» psicoanalítica pero con la firme convicción de que esa conversación revelaría secretos.

La impronta de la oralidad juega su papel. El peso de modalidades no escriturales de la creación y la comunicación algo tienen que ver con este asunto. Pero el hecho visible es que hablamos desde el mundo intelectual, desde el campus académico, lo cual supone reglas de desempeño intelectual donde la escritura es básica. No me refiero a las caricaturas deplorables de las metodologías de tesis que han instituido muchas universidades, sino a la condición de entrada en el mero hecho de habitar el mundo intelectual.

Escribir es uno de tantos otros modos de vivir la pasión por las ideas, por la creación intelectual, por la indagación de los misterios de la vida. Sin pasión la gente corta y pega. Sin pasión se hacen exámenes y tesinas, carreras y disciplinas. Lo complicado es que eso de la pasión intelectual no se obtiene por encargo. Algo que con todo derecho se desempeña como profesor, como tesista o como profesional en cualquier campo, no está obligado a realizar su tarea con una gran pasión. No por ello estaría condenado a un trabajo mediocre. El esfuerzo y la tenacidad ayudan considerablemente a desarrollar una actividad digna en este terreno. Lo que está claro es que estudiar en una escuela de Letras no lo hace a usted escritor.

Con pasión o con tenacidad el problema persiste. Su peor expresión es la precariedad de las formas escriturales que provienen de las confusiones mentales, de los enredos conceptuales, de las deficiencias de formación. Lo que está mal escrito, está mal pensado. La cabeza bien llena es algo muy distinto a «la cabeza bien puesta«(Morin). La saturación de información se traduce en desastres escriturales. Las dificultades para escribir correctamente (no digamos ya escribir con gracia y estilo literario) están muy ligadas a los entuertos intelectuales: epistemológicos, metodológicos, teóricos. A su vez, estas carencias se relacionan directamente con la pobreza cultural de la formación académica. Para escribir hay que leer, leer mucho. Leer a los buenos escritores. No para imitarles sino para capturar -si es posible- el secreto del buen decir, del arte de escribir con elegancia, con claridad, con picardía, con contundencia.

No hay receta que valga en este asunto. Las fórmulas abreviadas, los cursos de redacción y estrategias parecidas pueden ser útiles para suplir carencias elementales, pero persiste el problema de fondo: ¿Cómo acceder a la figura barthesiana del «placer del texto»? «Hacer la tarea» puede resultar muy cuesta arriba. El «trabajo» de escribir puede ser un martirio si no forma parte de una energía vital que estará presente en cada palabra. Mientras tanto, sería ya bastante que los escribidores se apiaden del lector que está del otro lado pagando el plato.