Producciones oficiales parte VI: Movilización tercermundista masiva


Texto contra-argumentando a Vargas Llosa.

Movilización tercermundista masiva

Las potencias mundiales se han visto afectadas en diferentes aspectos (políticos, sociales y económicos) por la gran cantidad de personas que dejan su país de origen para movilizarse hacia otro donde esperan mejorar su calidad de vida, mientras que causan sobrepoblación en el nuevo destino, pero ¿cuánto sacrifican? Esta situación debe detenerse porque:

1. Para exigir el cumplimiento de los derechos, se deben cumplir las normativas. Cada país está en la obligación de garantizarle a sus ciudadanos el derecho a la vida y a la supervivencia sin necesidad de traspasar esa obligación a otro país.

2. Las políticas antiinmigrantes existen, básicamente, para fomentar el ingreso legal de las personas para que se les pueda brindar lo necesario para que tengan una vida tranquila.

3. Los países sin políticas antiinmigrantes se encuentran sobrepoblados o en vías de sobrepoblación.

En conclusión, la migración controlada puede llegar a ser una gran fuente de nuevos ingresos para las potencias mundiales, aunque se deberán reforzar las medidas antiinmigrantes para mejorar la calidad de los ofrecimientos para los nuevos ingresos; el cumplimiento de las normativas de cada país con respecto al ingreso de extranjeros hará de su estadía algo más agradable y, por último, el ingreso de extranjeros debe estar regido de acuerdo a las necesidades profesionales que este amerite.

Continuidad de los parques – Julio Cortázar


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. La luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela